Empezaste a examinar la habitación, palpando, a ciegas, como podías. Con miedo avanzabas solo, sin nadie a tu lado, sin entender como habías podido llegar hasta allí cuando, te acostaste esa misma noche en tu habitación, lo recordabas perfectamente, diez de la noche cena; concretamente tortilla a la francesa, que detestabas, once y media leíste ese libro que le con sigilo te hacia prisionero, doce y media te acostaste; mañana tenias que ir a clase y a primera hora tenias deporte. Lo recuerdas todo.
Seguías poco apoco, avanzando por esa cuadrada habitación, que no poseía ventanas, cuadros, muebles, ningún objeto excepto aquella cama, situada en la esquina izquierda. La puerta, buscas la puerta, por algún sitio debiste entrar, ¿Dónde está?, no hay. No puede ser, esto es una pesadilla, encerrado solo, bajo la latente oscuridad y el hiriente frío. El nerviosismo se apoderaba de ti, las palabras de socorro, ayuda, auxilio, perdieron su significado de tanto gritarlas, era inútil, nadie las escuchaba, no había nadie, la soledad te irrumpía, te destruía. Sentado en la cama, dolorido de tanto esfuerzo, te derrumbaste.
Abatido te despertaste, una potente luz te cegaba, procedía del techo. Bocanadas de aire puro entraban. Y olores nuevos distinguías, todo procedía del techo, mientras tú, tumbado en la cama observabas atónito como del techo emanaba otro mundo, un mundo al margen de esa caja de zapatos, en la que vivías, sin saber porque, pero que te protegía de todo aquello que tanto te atormentaba de aquel mundo. Allí, en esa caja la soberbia y la arrogancia, el odio y el rencor, la tristeza y la melancolía, no existían, no daban lugar al desconsuelo, a la ética moral de la libertad o al afán de superación. Todo lo que había allí, en esa caja se reducía a ti y a tus pensamientos, la soledad, un desierto sin arena, un océano sin agua, un león sin dientes. La nada. Esa caja y tú.
Nadie puede amar sus cadenas, aunque sean de oro puro.( I. Heywood)
No hay comentarios:
Publicar un comentario